Las estrategias del Maligno

Recordará el amable lector que, en la obra de Lewis, Orugario era todavía un diablo muy bisoño, a quien su tío Escrutopo instruye sobre los métodos, estrategias y subterfugios que debe emplear para lograr que el alma de su “paciente” (o sea, de su víctima) se aparte de Dios (designado siempre como “el Enemigo”). Cartas del diablo a su sobrino podría describirse como el más agudo e irónico libro de apologética cristiana jamás escrito; y, desde luego, cualquier intento de emularlo está llamado al fracaso.

No piense, pues, quien se acerque a estas Cartas del sobrino a su diablo que, aparte de rendirle homenaje, pretendo imitar la obra maestra de Lewis, ni codearme con ella, ni nada parecido. Aunque recorridas por una constante inquietud religiosa (pues, como Donoso Cortés, considero que en toda cuestión política va envuelta una cuestión teológica), estas Cartas del sobrino a su diablo no pretenden ser una obra apologética, sino una crónica muy punzantemente satírica de la crisis —política, social, económica, también religiosa— desatada (o tal vez sólo desvelada) en España por la plaga coronavírica, con alusiones muy directas a la más estricta actualidad; crisis que, desde el primer instante, juzgué una ocasión pintipirada para que el mal se quitase la careta y se exhibiese en todo su acongojante esplendor.

En vísperas de la declaración del estado de alarma que nos mantuvo recluidos en nuestros domicilios durante meses, me asaltó la desazonante impresión de que España era terreno propicio y abonado para el “padre de la mentira”.

Durante las semanas anteriores, se habían sucedido en todos los medios oficialistas noticias sobre los estragos crecientes causados por la plaga (rampantes en la vecina Italia, incipientes pero ya muy notorios en España); y las advertencias y consejos para evitar el contagio habían sido constantes, mientras las primeras restricciones a las aglomeraciones humanas se empezaban a aplicar. Pero todas estas precauciones y alarmas se acallaron para exhortar a la participación en las manifestaciones que por aquellos días se convocaron irresponsablemente.

“Pero estas reglas [las restricciones, advertencias y consejos] no rigen para las manifestaciones feministas; pues los réditos propagandísticos que su celebración rinde al sistema son mucho más valiosos que el contagio de unos cuantos pánfilos y pánfilas.»

La celebración de aquellas manifestaciones no fue una irresponsabilidad (como a toro pasado se dijo desde el negociado de derechas), tampoco un involuntario error provocado por la falta de evidencias e informes fiables (como se pretendió desde el negociado de izquierdas).

Fue un designio sistémico irrenunciable; pues lo que en aquellas manifestaciones se postulaba era el estilo de vida que interesa al Dinero: una sociedad desvinculada de hombres y mujeres a la greña, donde la infecundidad favorezca los sueldos misérrimos y la “movilidad” laboral.

Fue un designio sistémico irrenunciable, como luego lo sería el cierre de miles de pequeños negocios durante el estado de alarma, que causaría fatalmente su ruina (mientras las multinacionales del comercio electrónico hacían su agosto, sobre los escombros de esa ruina), o la imposición de una renta mínima (exigencia de la plutocracia globalista, que a costa de las exacciones infligidas a la clase media piensa sofocar las revueltas que de otro modo provocarían los millones de nuevos parados que se dispone a crear para siempre).

Pero este designio sistémico pasa inadvertido para una inmensa mayoría de españoles que cree ilusamente (si se adscriben al negociado de derechas) que los caniches que nos gobiernan pretenden implantar una “dictadura bolivariana”, sin entender que lo que se avecina es algo más protervo; o bien creen cándidamente (si se adscriben al negociado de izquierdas) que las medidas arbitradas por el designio sistémico son “escudos sociales” o parecidas zarandajas. Definitivamente, concluí en aquellas jornadas iniciales del estado de alarma, España era terreno propicio y abonado para el “padre de la mentira”.

Pero este “padre de la mentira” ya no precisa, para desarrollar su misión, del estilo sibilino y solapado de aquel demonio Escrutopo urdido por C. S. Lewis en la sublime Cartas del diablo a su sobrino. El “padre de la mentira” puede ahora mostrarse chulángano y sin recato, puede mostrarse procaz y desinhibido, petulante y orgulloso de sus fechorías; y, además, puede desarrollar estrategias mucho más vastas (utilizando como “pacientes” a pueblos enteros) y descaradas que las muy taimadamente sutiles que diseñaba Escrutopo en la obra señera de Lewis. Así fue como concebí a este Orugario que ya no es el diablo novato y titubeante imaginado por Lewis, sino un faltón vitriólico y un sobradísimo sinvergüenza, perito en insolencias y retruécanos barrocos, que no vacila ni siquiera en hacer escarnio de las argucias empleadas por su tío Escrutopo, a quien considera un carcamal que no ha sabido adaptarse a estos tiempos infiernados; y en su soberbia y desprecio por los españoles, Orugario no vacilará en recurrir a las malignidades más estridentes, sin preocuparse siquiera de maquillarlas. Y es que, cuando Lewis escribió sus insignes cartas diabólicas, el mal aún necesitaba rendir un homenaje (aunque fuese hipócrita) a la virtud; y todavía no se había consumado aquella sobrecogedora inversión de la conciencia moral señalada por el profeta Isaías:
«¡Ay de los que a lo malo llaman bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!». Y cuando el clima de la época ha alcanzado ese cenit de perversidad en el que esta inversión de la conciencia moral se ha consumado, el mal puede actuar con esa libertad absoluta a la que se refiere Hegel en su Fenomenología del espíritu, para la cual «el mundo es simplemente su voluntad».

En efecto, en esta España convertida en un pudridero apóstata el mal puede, como señala Orugario en alguna de sus cartas, citando a Marcuse, «reconfigurar la realidad aun en contradicción con los hechos», e instaurar su propia lógica, que a los espíritus estragados por el fanatismo ideológico se les antojará irreprochable expresión del bien. Y así las voluntades malignas pueden actuar con libertad absoluta, sabiendo que entretanto las gentes, cada vez más fanatizadas y dispuestas a abrazar gozosas las reconfiguraciones de la realidad que imponen las ideologías, se mantienen enzarzadas en una demogresca aturdidora que les impide desvelar la verdadera naturaleza —preternatural— de lo que está ocurriendo ante sus ojos.

Hay realidades tan tenebrosas que sólo pueden ser abordadas sarcásticamente, si no deseamos que nos gangrenen el alma de horror y amargura. En el prefacio de Cartas del diablo a su sobrino, Lewis se refiere a un angelical clérigo que no entendía la intención irónica de las sucesivas entregas que luego formarían el libro y escribía indignado a la revista que las publicaba, quejándose de los consejos “diabólicos” que en ellas se ofrecían.

Debo confesar que la incomprensión con que fueron recibidas estas Cartas del sobrino a su diablo fue mucho más numerosa, e incluyo algunas presiones marrulleras para que interrumpiera su publicación, que al parecer a cierto tipo de lector —burguesorro y obtuso, también timorato y meapilas— se le hacía demasiado incómoda, tal vez porque se sentía señalado y zaherido. Y también estas cartas se tropezaron —la charca de ranas de interné favorece estas confusiones— con multitud de zoquetes, mucho menos angelicales que el clérigo al que se refiere Lewis, que ignoraban las exigencias de la perspectiva y el punto de vista (y, en general, toda la preceptiva literaria) y se soliviantaban con las afirmaciones de Orugario, convencidos de que coincidían con las opiniones del autor. También fueron muchos los zoquetes que, por no entender las cuestiones filosóficas o teológicas que en las cartas se discuten o dirimen, bramaron contra ellas, reclamando mayor claridad en la exposición.

Y hasta hubo sedicentes amigos que de forma más o menos meliflua me sugirieron que abandonase un proyecto tan antipático y escabroso. Por supuesto, yo me acogí a la enseñanza de Quevedo («No he de callar por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente / silencio avises o amenaces miedo»)

Algún día deberá reconocerse sin ambages la devaluación que ha sufrido la literatura (y también el periodismo) por intentar halagar el gusto de los zoquetes que pululan por interné. Y también deberá reconocerse que no hay estímulo más fecundo (y a la vez aflictivo) para el escritor verdadero y no fingido que sobreponerse a la incomprensión de sus contemporáneos y fortalecerse en sus empeños, por impopulares que sean, evitando halagar al público facilón, chabacano o directamente ignaro (que es lo que siempre hace el escritor fingido). La escritura de estas Cartas del sobrino a su diablo fue, sin duda, uno de los mayores estímulos en mi carrera literaria; pues aparte de la incomprensión generalizada (a todos los zoquetes enumerados habría que sumar los botarates que se quejaban de que no escribiese cosas más “positivas” y buenrollistas, a juego con la letra de Resistiré y los aplausitos de los balcones), padecí también la comprensión plena —e iracunda— de ciertas gentes sulfurosas que entendían perfectamente su intención y se revolvían furiosas contra ella, como siempre hacen quienes «creen y tiemblan».

Extraído de la Introducción de:

CARTAS DEL SOBRINO A SU DIABLO

JUAN MANUEL DE PRADA

Editorial Homo Legens, Madrid, 2020



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