Fragilidad

El hombre es frágil, y esa fragilidad no es motivo de vergüenza, sino el lugar donde Dios se acerca con ternura. La Escritura nos lo recuerda: “Él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos polvo” (Sal 103,14). Dios no se escandaliza de nuestra pequeñez. Él sabe de qué estamos hechos, sabe lo limitados que somos, y aun así nos ama con un amor eterno.

No somos fuertes, no somos autosuficientes. Somos como hierba del campo que hoy florece y mañana se seca. Pero en esa misma debilidad, Dios nos muestra que Su amor no pasa. Mientras todo lo humano se desvanece, su misericordia permanece de generación en generación.

A veces la fragilidad nos duele: la enfermedad, la vejez, la pérdida, los fracasos. A veces sentimos que no podemos más. Pero es justamente ahí donde Cristo se hace cercano. Él vino a compartir nuestra pequeñez: nació indefenso, vivió pobre, se cansó en el camino, lloró la muerte de un amigo, y murió en una cruz. Él quiso cargar con nuestra fragilidad para que nunca la viviéramos solos.

San Pablo lo entendió y nos lo dejó como consuelo: “Te basta mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Cor 12,9). Dios no nos pide que seamos fuertes, nos pide que confiemos en Él. Y cuando reconocemos que somos nada, entonces descubrimos que Él lo es todo.

Nuestra fragilidad es la puerta por donde entra la gracia. Si fuéramos autosuficientes, no abriríamos el corazón a Dios. Pero como somos barro, necesitamos al Alfarero que nos sostenga, que nos moldee, que nos rehaga cuando nos rompemos. Y Él lo hace con paciencia y amor.

El mundo desprecia la debilidad, pero Dios la abraza. El mundo oculta la fragilidad, pero Dios la transforma. Allí donde nos sentimos incapaces, Dios actúa. Allí donde todo parece perdido, Dios comienza algo nuevo.

Por eso, no temas tu pequeñez. No huyas de tu fragilidad. Preséntala a Dios, como está, desnuda y pobre. Él no te rechaza. Él no se burla. Él no se cansa. El Señor ama al corazón humilde que se reconoce necesitado. Y ahí, en esa nada, Él derrama su Todo.

El hombre es frágil, sí, pero es un frágil amado. Un frágil sostenido. Un frágil destinado a la gloria. Nuestra vida pasa como un soplo, pero el amor de Dios no pasa. Esa es nuestra esperanza, y esa es nuestra paz.

Señor, Tú sabes que soy polvo y nada más. Tú me miras en mi fragilidad y no me rechazas, sino que me abrazas con ternura. Enséñame a no temer mi pequeñez, a no huir de mis límites, sino a entregártelos.

Cuando me siento débil, recuérdame que tu gracia me basta. Cuando caiga, levántame con tu misericordia. Cuando me vea como nada, hazme descubrir que en Ti lo tengo todo.

Tú eres mi fuerza, mi refugio, mi paz. En tus manos deposito mi barro frágil, confiando en que lo transformarás en vaso nuevo.

“El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 23,1).

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