El silencio de los buenos

«El silencio de los buenos es hoy la mayor victoria de los malos. Y si no lo rompen, si no se rebelan, pasarán a la historia no como víctimas, sino como cómplices de una Iglesia que se hundió entre aplausos hipócritas y silencios cobardes.»

No hay peor enemigo de la verdad que el silencio de quienes deberían defenderla. El mal avanza no porque tenga más fuerza, sino porque los que aman el bien callan. Ese silencio no es neutral: es cómplice. En la Iglesia, en la sociedad y en la vida personal, la cobardía disfrazada de prudencia abre camino a la mentira, la injusticia y la decadencia.

La Iglesia de hoy no se enfrenta a su mayor crisis por las persecuciones externas, que siempre han existido, sino por la incapacidad interna de romper el silencio. Se habla de acompañar, de dialogar, de integrar, pero poco de denunciar, corregir y proclamar la verdad del Evangelio con valentía. Si los cristianos no despiertan, la historia no recordará a la Iglesia como víctima, sino como cómplice de un hundimiento vergonzoso.

El silencio cómplice

Existen silencios que son oración, escucha y prudencia. Pero el silencio que nos ocupa es cobarde, dañino, criminal. Es el silencio de quien ve la injusticia y se hace el distraído; de quien presencia la mentira y baja la cabeza; de quien sabe la verdad y se la guarda para no tener problemas.

Ese silencio no salva. Ese silencio mata. En palabras de Martin Luther King: “Al final, no recordaremos las palabras de nuestros enemigos, sino el silencio de nuestros amigos.”


La voz de los profetas contra el silencio

La Biblia no tolera la complicidad del silencio. Los profetas alzaron la voz contra los poderosos y contra los buenos que se acomodaban.

  • Isaías denuncia: “¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal!” (Is 5,20).
  • Jeremías confiesa: “Había en mi corazón un fuego ardiente; trataba de contenerlo y no podía” (Jer 20,9).
  • Jesús mismo, el profeta por excelencia, no calló: desenmascaró la hipocresía religiosa, denunció la injusticia, y habló la verdad incluso ante Pilato, sabiendo que lo llevaría a la cruz.

Callar cuando hay que hablar no es prudencia: es traición al Evangelio.


El precio histórico del silencio

La historia de la Iglesia nos muestra dos caminos:

  • Los mártires y santos que rompieron el silencio, arriesgándolo todo por la verdad. Gracias a ellos, la fe se expandió.
  • Los silencios vergonzosos que pesarán siempre: cristianos que no alzaron la voz contra la esclavitud, contra el nazismo, contra las dictaduras. Cada vez que la Iglesia calló, el mal avanzó con libertad.

Hoy la pregunta es la misma: ¿en qué lado estamos?


La Iglesia actual entre profecía y acomodo

El Papa Francisco ha levantado la voz contra la cultura del descarte, la corrupción, la indiferencia ante los pobres y los migrantes. Sin embargo, en muchos ámbitos eclesiales domina un silencio cómodo: se teme perder privilegios, molestar a gobiernos, incomodar a los fieles.

El resultado es una Iglesia tímida, que habla de inclusión pero olvida la conversión, que acompaña pero no denuncia. Y así, mientras los malos se envalentonan, los buenos se esconden.


El precio de callar

Callar cuesta caro:

  1. En lo social, se deja el terreno libre a la corrupción.
  2. En lo cultural, se normaliza la mentira y la manipulación.
  3. En lo moral, los fieles quedan confundidos y sin orientación.
  4. En lo eclesial, se perpetúan abusos y se destruye la credibilidad.

El silencio no es un refugio: es la semilla de la ruina.


Las excusas del silencio

Los cristianos suelen justificarse con frases:

  • “No quiero agitar las aguas.”
  • “Es mejor evitar polémicas.”
  • “Otros ya hablarán.”

Pero son coartadas. Son máscaras de la cobardía. La prudencia nunca significa complicidad. El que calla, aprueba. Y el que aprueba, traiciona.


Romper el silencio

Romper el silencio exige valentía. No se trata de gritar sin sentido, sino de hablar con la fuerza de la verdad. Algunos caminos:

  • Recuperar la voz profética, como los apóstoles.
  • Denunciar con caridad, pero con claridad.
  • Crear comunidades que no tengan miedo a ser minoría.
  • Formar conciencias críticas capaces de resistir la manipulación cultural.
  • Respaldar la palabra con una vida coherente.

Una Iglesia que calla es una Iglesia que se hunde

Si la Iglesia mantiene su silencio, pasará de ser maestra de vida a ser cómplice de la decadencia. No será vista como víctima, sino como corresponsable. La gente se alejará no porque rechace el Evangelio, sino porque no quiere seguir a guías mudos.

Jesús advirtió: “Si la sal se vuelve insípida, ya no sirve para nada más que para ser arrojada y pisoteada por los hombres” (Mt 5,13). Esa es la amenaza que pesa sobre una Iglesia que calla.


La esperanza de los que hablan

No todo está perdido. Hoy existen cristianos valientes: jóvenes que proclaman su fe, comunidades que defienden la vida, pastores que denuncian la corrupción. Su testimonio muestra que el miedo no tiene la última palabra. Ellos mantienen viva la esperanza de una Iglesia profética, no cómplice.


Conclusión

El silencio de los buenos es la gran victoria de los malos. Pero aún hay tiempo para romperlo. Cada cristiano debe preguntarse: ¿qué me ata? ¿qué miedos me impiden hablar? La Iglesia no necesita cómplices del silencio, sino testigos de la verdad.

Si seguimos callando, pasaremos a la historia como cobardes. Si hablamos, aunque incomodemos, seremos fieles al Evangelio. Porque callar no es neutral: es complicidad. Y hablar, aun con temblor en la voz, es fidelidad.

La hora es ahora. Si no rompemos el silencio, la Iglesia se hundirá entre aplausos hipócritas y silencios cobardes. Pero si lo rompemos, el mal perderá su mayor victoria.

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