Liderazgo pontificio.
FUENTE: https://www.marcelloveneziani.com/articoli/leredita-di-ratzinger/
¿Qué legado deja Joseph Ratzinger a la Iglesia, a los fieles y al mundo? Más allá de su testimonio, su renuncia y su profundidad
como estudioso, ¿qué huella, qué rastros deja su paso terrenal, su pontificado y su elaboración doctrinal? Un legado difícil pero
necesario que alguien tendrá que revertir en acción.
Es fácil descalificarlo, como han hecho algunos, como “el último conservador”, cuando no incluso tacharlo de Papa nostálgico de la Edad Media, de la Contrarreforma y de la civilización cristiana; más banal, por otra parte, intentar alabarlo como innovador, a pesar de que su pensamiento, partiendo precisamente de su renuncia, pone el acento en sus diálogos y aperturas. En ambos casos, Benedicto XVI corresponde a dos tópicos bastante rancios, en cualquier caso reductivos y prefabricados. Ratzinger no era una variante moderada de monseñor Lefevbre, el obispo rebelde y tradicionalista; tampoco era un progresista implícito en los ropajes del conservador.
¿Cuál es entonces el rasgo original de Joseph Ratzinger, qué le distingue de la Iglesia del Concilio Vaticano II, donde el espíritu de la modernidad sustituyó al Espíritu Santo; y qué le distingue, a la inversa, de los conservadores y tradicionalistas que sueñan con volver al pasado glorioso, a la Iglesia del Syllabus y del espíritu del Concilio de Trento? En pocas palabras: Ratzinger buscaba la tradición después de la modernidad, la fe después del ateísmo, lo sagrado después de la secularización. Es decir, el legado que deja está en una misión: ir más allá del Concilio Vaticano II, sin retroceder; abordar la crisis espiritual de hoy, en lugar de condenarla; reafirmar la tradición sin imaginar un retroceso al statu quo anterior. Para redescubrir la fe, lo sagrado y la tradición, no debemos retroceder, sino ir más allá de la línea y cavar más hondo. Utilizo a propósito dos expresiones, cruzando la línea y profundizando, que dividieron en un diálogo memorable a dos grandes pensadores alemanes ajenos a la tradición cristiana: el escritor Ernst Junger y el filósofo Martin Heidegger.
En un diálogo titulado Oltre la línea (Más allá de la línea), publicado en Italia por Adelphi, Junger se atrevía a imaginar el cruce de la línea del nihilismo, como se cruza la línea del frente;
Heidegger, por su parte, instaba a cavar más hondo bajo la línea, en la tierra reseca, hasta rastrear el humus fértil, “la esencia no nihilista del nihilismo”. Traduzco esto con una referencia más directa a Ratzinger y su lección católica y cristiana: la descristianización de nuestra época debe ser trascendida, sin vagos retornos al pasado; y al mismo tiempo su surco debe ser cavado más hondo, hasta encontrar la matriz cristiana de la descristianización. Si Dios es el fundamento de la realidad, sólo volviendo a la realidad y ahondando en sus orígenes será posible redescubrir a Dios. Pero para encontrarlo, hay que partir de su pérdida.
Una tarea ingente, heroica, que hace temblar a filósofos y teólogos; imagínense para quienes dirigen la Iglesia y deben convertirla en acción pastoral. El Papa Benedicto XVI se vio finalmente aplastado por una tarea que superaba no sólo sus fuerzas, sino también las condiciones de la época y de la Iglesia. De ahí el trágico epílogo del pontificado con su renuncia y su retiro monástico en el pensamiento y la oración. Su pensamiento era demasiado fuerte para unos hombros demasiado débiles; al final, prevalecieron los poderes fuertes con un pensamiento débil.
El legado de Ratzinger no es el de un reaccionario, y quizá ni siquiera el de un conservador en el sentido actual de la expresión: sino el de un teólogo de la Tradición. Bien entendida, la Tradición es un río y no una roca, fluye y no se petrifica, no es inmovilidad sino transmisión, implica la idea misma de renovación, más aún, de renovatio; es fidelidad creadora, diría
Augusto del Noce citando a Gabriel Marcel.
La tradición no es estaticidad granítica sino devenir en el ser: la vida cambia pero hay algo en su núcleo que permanece, y que garantiza su sentido, su destino, su identidad. Ratzinger no se limitó a condenar el ateísmo, a criticar el fanatismo islámico, a deplorar el cinismo nihilista de la época; sino que intentó dialogar, confrontar, reconocer la fecundidad de la inquietud en los ateos y respetar otras confesiones, religiones y tradiciones. Ratzinger no era un neoconservador, no era el capellán militar de Occidente en guerra contra el Islam, no era la versión papal de Oriana Fallaci, y no era un Papa de las Cruzadas, más allá de lo que se pensó de él tras el famoso discurso de Ratisbona. Ratzinger legó su realismo, consciente de su tiempo, de las fuerzas sobre el terreno y de la imposibilidad de dar marcha atrás; era ciertamente un intelectual, menos inclinado a encontrar soluciones prácticas, menos proclive a la acción decisiva o incluso al mero testimonio.
Sus herederos tendrán que seguir su estela pero con más vigor y eficacia en sus acciones. Ratzinger buscaba enfrentamientos con los ateos, no compromisos; quería entender y ser entendido, no quería complacer al espíritu de la época. Y quería unir fides et ratio. Independientemente de las razones que más tarde le llevaron a dimitir, Ratzinger abrazó una línea incomprensible para la mayoría, demasiado impermeable y rigurosa, que no concedía nada a los gestos teatrales, los atajos fáciles y los eslóganes demagógicos. Pero necesario para salvar a la Iglesia y al cristianismo: de él debemos partir de nuevo si no queremos desaparecer o quedar reducidos a una mera organización humanitaria sin ánimo de lucro. Ratzinger dio testimonio de la fe sin renunciar nunca a la razón. Entró en el misterio con los ojos abiertos.
Artículo para su descarga, Cortesía de la Asociación Persona y Familia
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