El ser humano no debería morir

1. La muerte como consecuencia, no como destino original

En muchas tradiciones espirituales, especialmente en la judeocristiana, se entiende que el ser humano fue creado para la vida eterna. Según el relato del Génesis, el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,27), y esta semejanza no solo alude a su inteligencia o libertad, sino también a su capacidad de comunión eterna con su Creador. La muerte, entonces, no formaba parte del plan original, sino que entra en el mundo como consecuencia del pecado: una ruptura de la relación con Dios, fuente de la vida.

2. El alma, principio de inmortalidad

Desde una perspectiva espiritual y filosófica, el alma humana es inmortal. Platón ya intuía que el alma no muere porque no está compuesta, no tiene partes que se desintegren. Pero es sobre todo en la tradición cristiana donde se afirma con fuerza que el alma está destinada a vivir eternamente. La muerte corporal no anula la existencia, sino que es un tránsito. El hecho mismo de que el alma subsista tras la muerte corporal es ya un signo de que el hombre, en su esencia, no está hecho para morir.

3. Sed de eternidad: una huella espiritual

El ser humano, en todas las culturas y épocas, ha mostrado una nostalgia de eternidad, una inquietud que no se sacia con lo finito. Esta sed de trascendencia es una huella espiritual del designio de Dios. Como decía san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Esa inquietud revela que el corazón humano sabe, en lo profundo, que la muerte no debería ser su destino.

4. Cristo vence la muerte: confirmación del designio original

Desde la fe cristiana, la Resurrección de Cristo es la respuesta definitiva a esta tensión espiritual: el hombre no fue hecho para morir. La muerte ha sido vencida, no como evasión, sino como transformación. En Cristo, la muerte se convierte en pasaje hacia la vida plena. Por eso, el cristiano no teme la muerte, pero tampoco la considera natural en sentido profundo: es una enemiga derrotada (1 Cor 15,26), y su derrota confirma que el hombre está llamado a vivir eternamente.

5. Vocación a la comunión perpetua

El ser humano fue creado para la comunión, y la verdadera comunión —con Dios, con los demás, con la creación— no puede ser interrumpida por la muerte. La espiritualidad que brota del amor comprende que el amor verdadero no puede morir, porque procede del Espíritu, y donde hay amor auténtico, hay algo que participa de la eternidad.

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