La vergüenza de la inmigración desbocada: cuando un país renuncia a defenderse

Hay palabras que se repiten hasta vaciarlas de sentido: “solidaridad”, “acogida”, “refugiados”, “derechos humanos”. Son términos nobles, pero en boca de ciertos políticos y activistas se convierten en armas para desarmar moralmente a un país. Porque en España —como en buena parte de Europa occidental— hemos confundido la caridad con el suicidio, la acogida con el abandono de nuestras leyes, y el respeto a la dignidad humana con una rendición ante la inmigración ilegal y descontrolada.

Y conviene dejar algo claro desde el principio: no es lo mismo inmigración legal que inmigración ilegal. La primera es un acto regulado, pactado, útil y legítimo; la segunda es, por definición, una violación de la ley y de la soberanía nacional. Llamar a las cosas por su nombre es el primer paso para enfrentar este problema. Pero vivimos en una sociedad donde hasta las palabras están vigiladas, y decir “inmigración ilegal” es para algunos casi un delito de odio.


1. El derecho de un país a defender sus fronteras

Los Estados existen para proteger a su pueblo. Ese es su mandato fundamental, y tiene que ver con el Ordo Amoris. No hay Estado si no hay fronteras, y no hay fronteras si no hay voluntad de defenderlas. La historia es clara: desde los muros de Jericó hasta las murallas de Ávila, las fronteras han sido líneas de vida. No son símbolos de odio, sino de identidad y seguridad.

El derecho internacional reconoce que cada país puede decidir quién entra y quién no entra en su territorio. La Carta de Naciones Unidas y los principios de soberanía son inequívocos: ningún Estado está obligado a abrir sus puertas a cualquiera que llame, y mucho menos a quien las fuerza. Sin embargo, en España la clase política —sobre todo desde la izquierda— ha promovido una visión falsa: que poner límites es xenofobia. La consecuencia es que se ha normalizado la entrada irregular como si fuera una especie de derecho humano inventado.


2. La inmigración ilegal y la violencia

A los que dicen que no hay relación entre inmigración ilegal y criminalidad les invito a leer los informes del Ministerio del Interior o las estadísticas judiciales. Los datos no mienten, aunque los gobiernos intenten maquillarlos:

  • En ciudades como Barcelona, más del 50% de los delitos de calle son cometidos por extranjeros, muchos en situación irregular.
  • En la Comunidad de Madrid, la población inmigrante es el 15% pero protagoniza cerca del 35% de los delitos violentos.
  • Casos recientes como el de la manada de extranjeros en Badalona, el asesinato de un joven en Cornellà por parte de un grupo magrebí o las agresiones sexuales en grupo cometidas por menores extranjeros tutelados son sólo la punta del iceberg.

La inmigración ilegal no es, por supuesto, sinónimo de delincuencia —sería absurdo afirmarlo—, pero las cifras muestran una sobrerrepresentación alarmante en delitos graves, especialmente robos violentos, agresiones sexuales y tráfico de drogas. Esto no se puede tapar con campañas de “convivencia” y fotos multicolores.


3. El clientelismo político: votos a cambio de papeles

Aquí está uno de los motores ocultos del fenómeno. Muchos partidos —sobre todo los de izquierda, pero también algunos en la derecha acomplejada— ven en la inmigración masiva un caladero de votos. La estrategia es simple:

  1. Permitir o mirar hacia otro lado ante la entrada ilegal.
  2. Regularizar masivamente con excusas humanitarias.
  3. Ofrecer ayudas, subsidios y beneficios sociales sin una integración real.
  4. Convertir a esos nuevos ciudadanos en electores agradecidos.

El resultado: un sistema perverso de clientelismo institucional donde la nacionalidad se otorga como moneda política. Mientras tanto, el español medio ve cómo se deterioran los servicios públicos, suben los impuestos y se difumina la idea de nación.


4. La mentira del “todos somos inmigrantes”

Una de las frases más repetidas por el progresismo es “España también fue un país de emigrantes”. Sí, pero eso no significa que ahora debamos aceptar cualquier entrada sin condiciones. Los españoles que emigraron a Suiza, Alemania o Argentina lo hicieron con contrato, con normas claras y sin exigir subvenciones desde el primer día. La emigración de ayer no justifica la inmigración ilegal de hoy.


5. La trampa cristiana: acogida sin reciprocidad

Aquí el tema se vuelve especialmente sangrante. En España se apela constantemente a los valores cristianos para justificar la acogida indiscriminada. Pero, ¿dónde está la reciprocidad? En Marruecos, Argelia, Pakistán o Nigeria, ser cristiano puede costarte la vida. Las iglesias son atacadas, los conversos perseguidos y la libertad religiosa inexistente.
Ejemplos recientes:

  • En Nigeria, más de 5.000 cristianos asesinados en 2023 por grupos islamistas como Boko Haram.
  • En Pakistán, el caso de Asia Bibi, condenada a muerte por supuesta blasfemia.
  • En Argelia, decenas de iglesias cerradas por el gobierno y sacerdotes encarcelados.
  • En Marruecos, prohibida toda evangelización y vigilancia de cualquier culto no musulmán.

Y, sin embargo, aquí les dejamos practicar su fe, construir mezquitas y predicar libremente, mientras nuestros misioneros son expulsados y nuestros compatriotas perseguidos en sus países de origen. Eso no es solidaridad, es ingenuidad suicida.


6. El coste económico y social

No es políticamente correcto decirlo, pero los estudios son claros: la inmigración ilegal masiva cuesta más de lo que aporta a corto y medio plazo. El acceso inmediato a sanidad, educación y ayudas sociales genera un gasto público enorme.
En España, el gasto en menores extranjeros no acompañados (MENAs) supera los 1.000 millones de euros al año. Muchos de estos jóvenes ni estudian ni trabajan, y en algunos casos acaban en redes criminales.

La presión sobre la vivienda es otra consecuencia: el aumento de la demanda dispara los alquileres y expulsa a las familias españolas de sus barrios tradicionales. Y cuando un barrio se degrada, el Estado se retira y lo deja en manos de ONGs subvencionadas y mafias locales.


7. Europa como laboratorio de fracaso

Francia, Bélgica, Suecia o Alemania son ejemplos de lo que pasa cuando se abre la puerta sin control: barrios enteros convertidos en zonas de no-go, ataques terroristas perpetrados por personas nacidas y criadas en esos países pero no integradas, y una fractura cultural que ya es casi irreversible. España va por el mismo camino, aunque aún estamos a tiempo de frenar.


8. Lo que sí es una inmigración responsable

Defender las fronteras no es odio. Es sensatez. La inmigración legal y seleccionada, con cupos, contratos, integración cultural y respeto por las leyes del país de acogida, puede ser enriquecedora.
Pero eso exige decir NO a la entrada ilegal, deportar con rapidez y sin complejos, y priorizar siempre al ciudadano español en ayudas y empleos.

O reaccionamos o desaparecemos

Un país que no defiende sus fronteras está condenado. Un país que confunde compasión con rendición está herido de muerte. Y un país que entrega su soberanía a cambio de votos no merece llamarse libre.
La verdadera solidaridad no es abrir la puerta a todos, sino ayudar de forma ordenada, proteger la seguridad de los tuyos y exigir reciprocidad a quienes acoges. Todo lo demás es la vergüenza de la inmigración desbocada.

La actitud cristiana ante el inmigrante

La actitud cristiana ante los inmigrantes, basada en la enseñanza bíblica y la tradición de la Iglesia, se centra en la acogida, la ayuda y el respeto a la dignidad humana, sin importar las circunstancias. Te explico los fundamentos y cómo se puede vivir en la práctica:

1. Fundamento bíblico

Acoger al extranjero es mandato divino: En el Antiguo Testamento, Dios recuerda al pueblo de Israel que ellos mismos fueron extranjeros en Egipto, por lo que deben tratar bien al inmigrante:

“No oprimirás al extranjero; ustedes saben cómo se siente, porque extranjeros fueron en la tierra de Egipto” (Éxodo 23,9).

Jesús identifica con los necesitados: En el Evangelio, Jesús dice:

“Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero y me acogisteis” (Mt 25,35).
Esto muestra que acoger al inmigrante no es solo una acción social, sino un acto espiritual que se hace al propio Cristo.

2. Principios de la Iglesia

Dignidad de la persona humana: Cada inmigrante tiene una dignidad inalienable, creada a imagen de Dios. La Iglesia enseña que el respeto y la protección de esa dignidad no depende de la nacionalidad, religión o estatus legal.

Solidaridad y caridad: La ayuda no debe ser selectiva según conveniencia, sino un acto de caridad cristiana universal.

Subsidiariedad y justicia: Además de la ayuda directa, la Iglesia promueve políticas que respeten los derechos de los inmigrantes y busquen soluciones justas para sus necesidades materiales, educativas y laborales.

3. Actitud práctica del cristiano

1. Acogida inmediata: Brindar refugio, alimentos, ropa y orientación a quienes llegan. Esto refleja la caridad concreta y tangible.

2. Integración y acompañamiento: Ayudar a los inmigrantes a integrarse en la sociedad respetando su cultura y costumbres, promoviendo educación, empleo y participación social.

3. Oración y apoyo espiritual: Acompañar a los inmigrantes con oración, enseñanza de la fe si lo desean, y un testimonio de comunidad cristiana.

4. Testimonio social y político: Impulsar acciones y políticas públicas que respeten la justicia, la seguridad y los derechos humanos, evitando la xenofobia o discriminación.

4. Límites y discernimiento

La acogida no significa ignorar la ley ni poner en riesgo a la comunidad; implica actuar con prudencia y justicia, siempre buscando el bien de todos.

La caridad cristiana debe equilibrarse con la responsabilidad de la sociedad, promoviendo soluciones sostenibles que protejan tanto al inmigrante como a la comunidad receptora.

En resumen, la actitud cristiana ante los inmigrantes es de acogida incondicional, ayuda práctica y respeto profundo a su dignidad, guiada por el ejemplo de Jesús y los principios de la Iglesia. Esto no depende de las circunstancias ni del origen de la persona; se trata de vivir la fe con coherencia y amor universal.

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