Liderazgo martirial.
Preciosas son las cartas que un joven monje benedictino del monasterio de Nuestra Señora de El Pueyo de Barbastro, con sólo 21 años, escribió en aquel ambiente de persecución del año 1936 en España los días previos a su muerte, y sobre todo la dirigida a sus padres y a su hermano: el Beato Aurelio Boix Cosials (1914-1936). Igual que sus compañeros, perdonó a los verdugos y marchó hacia la muerte con el grito de «¡Viva Cristo Rey!» en los labios.
Fue beatificado junto con los otros mártires benedictinos de El Pueyo y los de Montserrat en octubre de 2013 en Tarragona. El texto de la carta es el siguiente:
«A mis queridos padres y hermano desde el convento de Padres Escolapios de Barbastro, a 9 de agosto de 1936.
Padre, madre y hermano de mi corazón: si esta carta llega a sus manos, el portador de la misma les enterará de todo el proceso; yo me limito a unas líneas. Hace 18 días que estamos casi todos los del Pueyo detenidos en esta prisión. A pesar de las garantías que se nos dan, como medida de prevención, quiero dedicar unas palabras a los seres que me son más caros. En noches anteriores se han fusilado unas 60 personas; entre ellas, muchos curas, algunos religiosos, tres canónigos y esta noche pasada al Sr. Obispo.
Conservo hasta el presente toda la serenidad de mi carácter, más aún, miro con simpatía el trance que se me acerca: considero una gracia especialísima dar mi vida en holocausto por una causa tan sagrada, por el único delito de ser religioso. Si Dios tiene a bien considerarme digno de tan gran merced, alégrense también ustedes, mis amadísimos padres y hermano, que a Vds. les
cabe la gloria de tener un hijo y hermano mártir de su fe.
La única pena que tengo, humanamente hablando, es de no poder darles mi último beso. No les olvido y me atormenta el pensar las inquietudes que Vds. sufren por mí. Ánimo, mis amadísimos padres y hermano, al lado de su aflicción surgirá siempre la gloria de las causas que motivaron mi muerte. Rueguen por mí, voy a mejor vida.
Padre mío amado: la entereza de su carácter me da la completa seguridad que su espíritu de fe le hará comprender la gracia que el Señor le otorga. Esto me anima muchísimo: le doy el beso más fuerte que le he dado en mi vida. Adiós, padre, hasta el cielo. Amén.
Madre idolatrada: yo me alegro sólo al pensar la dignidad a que Dios quiere elevarla, haciéndola madre de un mártir. Ésta es la mejor garantía de que los dos hemos de ser eternamente felices. Al recuerdo de mi muerte acompañará siempre esta gran idea: “Un hijo muerto, pero mártir de la religión”. Que Dios no pueda imputarme más crimen que el que los hombres me imputan: ser
discípulo de Cristo. Madre mía muy querida, adiós, adiós… hasta la eternidad. ¡Qué feliz soy!
Hermano mío muy caro: En poco tiempo, ¡qué dos gracias tan señaladas me concede mi buen Dios! ¡La profesión, holocausto absoluto…; el martirio, unión decisiva a mi Amor! ¿No soy un ser privilegiado? Esto es lo más íntimo que tengo que comunicarte. Las cartas adjuntas, al extranjero, envíalas con una relación extensa de mi prisión, etc., ya te pongo bien clara la dirección; certifícalas. El último beso, mi hermano, el más efusivo.
Mi despedida postrera a la familia son unas palabras de felicitación, tanto para mí como para Vds. Que Dios proteja siempre la familia que ahora agracia con un favor tan señalado.
Su hijo que les ama con un amor eterno.
Aurelio Ángel».

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