Cuando has visto morir
a tantos con vidas tan distintas,
la salvación se percibe de otra manera.
Quien sabe de salvación,
sabe entonces de qué va este mundo.
Muchas veces al transmitir la fe, prescindimos de algo previo y fundamental: quien nos escucha, aparentemente, no muestra tener ninguna necesidad de Dios y, de entrada, no suele manifestar interés por lo religioso. Y empezamos a desarrollar nuestro discurso no dando la suficiente importancia a esta actitud. Pasamos por alto que, hasta que en el interior de uno se haya encendido una bombilla que diga “me interesa o me afecta” o “necesito de eso” o “me gusta”, probablemente nuestras palabras se las lleve el viento. Ahora bien, uno puede decir muchas cosas, pero ¿es posible no sentir necesidad de Dios cuando la fe asegura que Dios es lo único y más necesario? ¿Qué es lo que más nos dificulta el sentir esa necesidad? ¿Qué otras necesidades han logrado ocupar hoy el “lugar” de Dios?
Nuestro punto de partida será la realidad, lo que somos. Seres indigentes, miedosos, pecadores, reincidentes, a veces abatidos, nunca perfectos, como la vida misma. Uno trata de tener su casa lo más limpia posible, pero lo normal es que encuentre polvo y manchas. Y nos sentimos débiles, inconclusos, incapaces de dar sentido a la vida. Muchas veces sabemos lo que está bien y, sin embargo, reincidimos en el mal. Por momentos, aceptarnos no nos resulta fácil y, menos, a los demás o a las circunstancias que nos rodean. Quizás triunfemos en alguna de las dimensiones de la vida, pero ¿y mañana?, ¿y… dentro de diez años?
Experimentamos que todo éxito es siempre puntual y pasajero; prematuro. Sufrimos la angustia, la frustración y, en ocasiones, caemos en la desesperanza. Por eso somos seres necesitados. No ya de respirar, comer, descansar, etc., sino de alguien que nos eche una mano en todo eso y en más… Es desde esa actitud o situación, desde la necesidad, desde donde uno puede más fácilmente creer, sentir que debe existir alguien capaz de comprendernos hasta el fondo y de hacer realidad nuestros sueños. No olvidemos que quienes solían rodear a Jesús eran ciegos, cojos, tullidos, paralíticos, leprosos,… ¡necesitados! Por eso Jesús advertía a los príncipes de los sacerdotes y ancianos del pueblo que las prostitutas les precederían en su Reino: porque ellos, a diferencia de ellas, no mostraban ninguna necesidad de Dios (cfr. Mt 21, 31).
Por el contrario, cuando nos creemos autosuficientes, cuando pensamos que “ya controlamos”, que no necesitamos a (o de) Dios, mostramos que ni le conocemos, ni realmente nos damos cuenta de lo que ha venido a ofrecernos. En definitiva: mientras no experimentemos la necesidad de salvación nuestras vidas carecerán de sentido y nuestra relación con Dios no emprenderá el rumbo correcto.
En ocasiones, la fe o la religión son expuestas o vividas como una serie de preceptos. Así, quien tiene fe se siente obligado a hacer una serie de cosas que no tienen por qué hacer los demás. Es cierto que en este terreno “se hace camino al andar”, pero este planteamiento no puede olvidar que creer, antes de nada, es un
“don”, un regalo, algo que se nos ofrece y estamos invitados a aceptar. Jesús nos tiende su mano y nos dice: “¿me concedes este baile?”. Esto es la fe.
Él predicó una Buena Noticia, una oferta de salvación. Y el hecho de anteponer su oferta a todo planteamiento de lucha y objetivos en la vida (cristiana) nos parece crucial. Antes de emprender cualquier batalla espiritual hay que tomar conciencia de la bondad y belleza de esa Noticia y aceptarla, hacerla propia. Centrar la lucha en el crecimiento de las virtudes ha llevado, en ocasiones, a dar prioridad al “hacer” y, por tanto, al “más, más y más” y, en el fondo, a confiar en las propias fuerzas más que en el don de Dios. Tal camino corre el riesgo, antes o después, de caer en el perfeccionismo (imposible e inaguantable cuando uno llega a creérselo), el voluntarismo, o en una especie de pelagianismo (que mira al resto de las personas por encima del hombro).
Dios no quiere héroes sino hijos. Y, como hijos, no pide a todos lo mismo. La Virgen y Dimas, el “buen” ladrón que crucificaron a la derecha de Jesús, vivieron sus vidas de maneras muy distintas, y sin embargo ambos están salvados.
Por el contrario, dar prioridad al hecho de aceptar su salvación, a dejarnos transformar en “hombres nuevos”, no minimiza nuestra parte, pero sitúa al “hacer” tras el “dejar hacer” y, entonces, es cuando el bien que gracias a Dios podamos llegar a realizar cobra sentido y medida. Dios nos pide que le dejemos, Es cierto que dijo “sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto” (Mt 5, 48), pero estas palabras no se refieren a conseguir una especie de perfección inalcanzable que llegue a rozar lo enfermizo; Jesús no estaba apelando a una voluntad, cuanto a una afinidad con sus planes. que hagamos hueco a su plan.
Él sabe perfectamente dónde y cómo llevarnos hasta su casa… nuestra definitiva morada. Sus caminos son… infinitos o, al menos, tantos como hombres. No olvidemos que las dos columnas sobre las que edificó su Iglesia fueron Pedro, una “piedra” que le negó por tres veces, y Pablo, un celoso judío que antes se dedicaba a perseguirle y a ejecutar a sus hermanos en la fe. En sus vidas apreciamos que lo primero que aprendieron fue “dejar hacer” para, posteriormente “hacer”, y mucho, hasta dar la vida por Jesús.
“Dejar hacer” y “hacer” no son términos enfrentados o que puedan comprenderse en clave dialéctica. Hay que saber integrarlos y comprender que lo que primero se nos ofrece va más en la línea de “poder dar más sin ser héroes” o de “ser felices sin ser perfectos”. No se trata tanto de amar, como de “permanecer en su amor” (cfr. Jn 15, 10).
Con otras palabras, ser cristiano no consiste tanto en superar una carrera de obstáculos, en realizar ímprobos esfuerzos (ser hombre, como cantaba aquella canción italiana, es ya una fatiga), en el malabarismo del “más difícil todavía”, como en dejarse llenar, abrazar por la gracia; tomar esa mano del Espíritu Santo que es quien mejor baila. Él no nos pide imposibles, ni ha venido a tensarnos o ponernos nerviosos; es más, para todo lo que nos sugiere -en el momento más oportuno- nos tiende previamente su mano. Porque cuando comprendo que todo encuentra su inicio en el amor que me tiene, entonces nado en el océano de su misericordia y comprendo no sólo que me sigue queriendo cuando me equivoco, sino que no puede amar a nadie como me quiere a mí. Vivo entonces la alegría liberadora del hijo que se sabe siempre con las espaldas cubiertas por un amor incondicional e infinito.
Hoy es frecuente, al oír la palabra “salvación”, pensar en una especie de premio final. “Premio” en cuanto algo que tiene que ver, sobre todo, con las obras buenas realizadas. Y “final” porque se considera la salvación como un acontecimiento que acontecerá tras la muerte. Sin embargo, a lo largo de estas páginas veremos que la salvación es algo que no se puede comprar con todas las obras buenas inimaginables de una larga vida; algo que simplemente debemos aceptar; algo que -además- se nos ofrece ya, aquí y ahora.
En fin, Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4). Y en ese “todos” entran… todos. También el que en estos momentos está pensando: “me has defraudado como dios, yo pensaba que eras otra cosa… Pensaba que eras todopoderoso y bueno, pero nací y viví sin conocer a mis padres, dormí la mayoría de las noches en un cartón, a los dos años enfermé de lepra, fui vendido y golpeado en cientos de ocasiones, abusaron de mí…”.
La salvación que Jesús nos ofrece nos lleva más allá de nuestras necesidades físicas o materiales, de nuestras buenas obras, más allá de nuestras expectativas, posibilidades y fuerzas, más allá de la muerte. La idea de felicidad que Él nos propone puede que inicialmente no encaje con la nuestra -por eso Él solía comenzar diciendo “convertíos”- pero merece la pena oír su propuesta. Nos sorprenderá. Y, si le dejamos, nos conducirá más allá de nosotros mismos, a un “ser”… nuevo. Él ha venido a darnos todo lo que realmente necesitamos para ser felices ya aquí, sin parches o sucedáneos, y para siempre. Jesús es más, mucho más, que una mera necesidad.

Deja una respuesta