- El hombre eterno (Gilbert Keith Chesterton)
- Silencio (Shusaku Endo)
- El Señor del mundo (Robert Hugh Benson)
- El Evangelio según Jesucristo (Leonardo Castellani) .
- La abolición del hombre (Clive Staples Lewis)
- Diario de un cura rural (Georges Bernanos)
- El hombre que fue Jueves (Gilbert Keith Chesterton)
- El poder y la gloria (Graham Greene)
- ¿Era Cervantes católico? En el cuarto centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote (Miguel de Cervantes)
- La vida es sueño (Pedro Calderón de la Barca)
- Cartas del diablo a su sobrino (Clive Staples Lewis)
- El hombre (La vida – La ciencia – El arte) (Ernest Hello)
- Europa y la fe (Hilaire Belloc)
- Historia de Cristo (Giovanni Papini)
- Fisonomías de santos (Ernest Hello)
- El Apokalypsis de san Juan (Leonardo Castellani
- Sobre el amor humano (Gustave Thibon)
- Exégesis de los lugares comunes (Léon Bloy)
- El samurái (Shusaku Endo)
- El invitado del Papa (Vladimir Volkoff)
- Los cuentos de Flannery O’Connor (Flannery O’Connor)
- La fe de los demonios (Fabrice Hadjadj)
- Cuento de Navidad (Charles Dickens)
- La leyenda del santo bebedor (Joseph Roth)
- La risa de la Virgen (Enrique Álvarez)
- Diarios (Léon Bloy)
- Nudo de víboras (François Mauriac)
- El manantial y la ciénaga (Gilbert Keith Chesterton)
- Una pena en observación (Clive Staples Lewis)
- Los seres queridos (Evelyn Waugh)
- Las sandalias del pescador (Morris West)
- Un árbol crece en Brooklyn (Betty Smith)
- Historias sobrenaturales (Robert Hugh Benson)
- Un sepulcro en el cielo (Vintila Horia)
- Perder y ganar: historia de una conversión (John Henry Newman)
- Barrabás (Pär Lagerkvist)
- Quo vadis? (Henryk Sienkiewicz)
- Los límites de la cordura (Gilbert Keith Chesterton)
- Alba triunfante (Robert Hugh Benson)
- Las parábolas de Cristo (Leonardo Castellani)
- Fabiola (Cardenal Wiseman)
- Calixta (John Henry Newman)
- Los espiritistas (Robert Hugh Benson)
- La sangre del pobre (Léon Bloy)
- Adriano VII (Frederick William Rolfe)
- El canto del gallo (José Antonio Giménez-Arnau)
- La taberna errante (Gilbert Keith Chesterton)
- El olvido de sí (Pablo d’Ors)
- Guerra en el cielo (Charles Williams)
- El condenado por desconfiado (Tirso de Molina)
- San Francisco de Asís (Gilbert Keith Chesterton)
- Seréis como dioses (Gustave Thibon)
- El gran teatro del mundo (Pedro Calderón de la Barca)
- El Estado servil (Hilaire Belloc)
- Santo Tomás de Aquino (Gilbert Keith Chesterton)
- La última del cadalso (Gertrud von le Fort)
- Cuatro sermones sobre el Anticristo (John Henry Newman)
- Ortodoxia (Gilbert Keith Chesterton)
- El exorcista (William Peter Blatty)
- Juan XXIII (XXIV) (Leonardo Castellani)

Todos los libros de esta biblioteca en el oasis nos hablan de Dios; y de la alianza que Dios ha entablado con el hombre, que abraza todo su ser espiritual y corporal y alcanza una de sus expresiones más gloriosas a través de la literatura. Pero la literatura, aun la más divinamente inspirada, no puede dejar de confrontarse con el «drama» humano, que es el meollo constitutivo de todo arte digno de tal nombre. Evitar esta confrontación es tanto como rechazar el dogma del pecado original, que nos muestra las consecuencias del mal en la naturaleza humana. Que es lo que hace esa literatura frívola en la que las categorías morales se desdibujan hasta hacerse intercambiables; o bien esa literatura cínica en la que el mal se torna fatídicamente invencible y se niega la capacidad del hombre para combatirlo y derrotarlo. En el ámbito católico, esta infección puritana también ha tenido consecuencias funestas, dando carta de naturaleza a una literatura infantilizada que niega el principio de la felix culpa y la naturaleza dramática de la vida humana, esa «libertad imperfecta» que caracteriza la lucha del hombre en busca de redención, en busca de Redentor. Una lucha que, como nos advertía Flannery O’Connor, se desenvuelve en un territorio que es en gran medida «territorio del Enemigo»; una lucha que a veces se resuelve en un triunfo, a veces en una derrota y a veces, en fin, en un conflicto desgarrador, con una infinita gama de zonas penumbrosas. Negar esas penumbras es tanto como negar el arte; y, además, es también una sórdida blasfemia.
El gran Leonardo Castellani se rebelaba contra los católicos que reclaman una literatura de soluciones netas, de triunfos apoteósicos, sin penumbra ni conflicto. Son católicos que quisieran asignar a Cristo «el papel de un conquistador, de un Atila igualitario y devastador». Pero el mismo Cristo probó en repetidas ocasiones el sabor del fracaso. ¿O acaso no fracasó con el joven rico? ¿Acaso no fracasó con aquellos nueve leprosos que no volvieron a darle las gracias, tras su curación? ¿Acaso no fracasó con Pilatos o con Judas? ¿Acaso cuando sudó sangre en Getsemaní no fue consciente de que su sacrificio iba a ser rechazado por muchos? Cristo sabía que la vida del hombre es drama; sabía que en la vida hay jóvenes ricos, leprosos ingratos, gente acomodaticia o cobarde, traidores y apóstatas; y a todos los amó, sabiendo que muchos flaquearían y vacilarían, e incluso rechazarían su Redención. Y si Cristo los amó, ¿cómo va a ignorarlos una literatura que se pretenda católica?
Ciertamente, escribir vidas de santos puede ser un excelente motivo de inspiración literaria (y en este volumen se glosan varias hagiografías magníficas); pero también lo es escribir la vida de quienes no son (¡de quienes no somos!) heroicos ni impecables. Porque esas vidas conflictivas y dramáticas pueden ayudarnos a entender la imperfecta naturaleza humana y el valor vertiginoso de la Redención; porque, asomándonos al abismo de esas vidas, podremos entender mejor la misericordia divina, el profundo amor que Dios nos mostró, inmolándose también por nosotros. Una literatura plenamente católica no puede arredrarse ante ese «territorio del Enemigo», sino lanzarse arrojadamente a su conquista, para alumbrar la batalla que se libra en las penumbras del corazón humano.
Este propósito nos ha guiado en la selección de los libros que aquí hemos rescatado, hasta formar esta modesta biblioteca en el oasis, que nos sirva de refugio frente a los desiertos de la literatura frívola o cínica que nos ofrece nuestra época irreligiosa, pero también frente al páramo de una literatura infantilizada y lastrada de moralina que a veces se postula desde ámbitos sedicentemente católicos. Y esta biblioteca en el oasis pretende ser, además de un refrigerio para el alma, una suerte de templo improvisado donde podamos entablar coloquio con Dios. Porque las bibliotecas tienen, en efecto, algo de ámbito casi religioso donde el hombre halla abrigo en su andadura terrenal. Esta concepción de la biblioteca como refugio del alma la expresa, quizá mejor que nadie, Jean-Paul Sartre, en su hermosísima autobiografía Las palabras, donde comparece el niño que fue, respaldado por el silencio sagrado de los libros: «No sabía leer aún, y ya reverenciaba aquellas piedras erguidas –escribe Sartre con unción–: derechas o inclinadas, apretadas como ladrillos en los estantes de la biblioteca o noblemente esparcidas formando avenidas de menhires. Sentía que la prosperidad de nuestra familia dependía de ellas. Yo retozaba en un santuario minúsculo, rodeado de monumentos pesados, antiguos, que me habían visto nacer, que habían de verme morir y cuya permanencia me garantizaba un porvenir tan tranquilo como el pasado». Esta quietud callada y a la vez despierta de los libros, esta condición suya de dioses penates o vigías del tiempo que velan por sus poseedores y abrigan su espíritu los convierte en el objeto más formidablemente reparador que haya podido concebir el hombre. Los buenos libros, en apariencia inertes y mudos, nos reconfortan con su elocuencia, convirtiéndose en nuestro interlocutor más valioso y ajeno a las contingencias del tiempo. Ojalá, querido lector, después de visitar esta biblioteca en el oasis, te decidas a adentrarte en los libros que aquí se recomiendan.
Juan Manuel de Prada (del Liminar)
Liminar completo del libro por Juan Manuel de Prada. Publicado en Magníficat. Editado por Pablo Cervera.
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