Discernimiento: la consolación y la desolación

1.- Dios «Criador y Señor».

En la regla [316] Dios es designado como su Criador y Señor, como Dios y Señor de su criatura. El hombre experimenta a Dios en cuanto su Absoluto Creador y Dueño. Pero resulta que ese Absoluto es de amor, que «afecta y mueve» («se causa alguna moción») todo el ser del hombre hasta inflamar lo en su amor. De las 5 referencias a la divinidad existentes en el texto, 4 de ellas denominan a Dios «su Criador y Señor. de este modo San Ignacio distingue e identifica al mismo tiempo a Jesús, a quien de ordinario llama Cristo «Nuestro Señor», con el «Criador y Señor».


Se manifiesta la vivencia como un impulso provocado desde fuera en el interior del hombre, que afecta a todo su ser, tanto sensible como espiritual, y lo inflama en un amor, con frecuencia a diversa intensidad. Por él reconoce experimentalmente el hombre lo que Dios siente por él (¡Dios me ama!) y a Dios en cuanto Amor. Inmediatez por la que el mismo Dios, al entregarse de ese modo, desvela la evidencia de una realidad oculta habitualmente, que le hace derramar lágrimas y le colma de plenitud, de alegría y felicidad. Tal amor ilumina, unifica e integra al hombre desatándolo de todo apego desordenado a las criaturas y lo eleva en la alegría hacia Dios, su Creador y Señor, en la búsqueda de la propia salvación.


San Ignacio describe así el «lenguaje de Dios» por los rasgos que el hombre experimenta; que no son otra cosa que el reflejo de la relación de amor-amistad: la fe, esperanza y caridad. Existen tres niveles:


El primer nivel
Consta de dos elementos: de la vivencia («viene a inflamarse») y de la consecuencia inmediata de la tal inflamación. La inmediatez del amor de Dios da origen a la nueva creación. Porque el amor crea al hombre «de arriba», «de lo alto». Sin que éste haga nada, ordena su relación a las criaturas en referencia espontánea al Creador. Da origen a un amor desinteresado y no posesivo, por el que ya no pretende encerrarlas en sí mismas, separándolas de su Dios. Y, junto con la inflamación en el amor por la que el hombre conoce lo que Dios siente por él (es arrastrado hacia él), recibe como don la verdadera libertad, por la que se ordenan sus afectos dispersos en la dirección del desinterés del amor.


El segundo nivel
Las lágrimas son un don de Dios y la manifestación externa del amor que el hombre experimenta (la vivencia). Poseen en sí mismas la fuerza integradora que libera las zonas más endurecidas del ser para poder rendirse sin condiciones al amor. Porque, en cuanto experiencia humana, mueven y provocan al amor de las personas divinas conocidas.
Entonces, cualquier mediación religiosa, bien sea la contrición, bien la contemplación de la pasión de Cristo, o bien cualquier otra posible causa, son el motivo que aviva las brasas del amor en el que Dios mismo se comunica.

El tercer nivel
Tres son los elementos de este tercer nivel, la vivencia, la dirección hacia dónde va a parar el impulso espontáneo de la alegría y el resultado final.
La alegría interna es una experiencia totalizante, resultado de la manifestación del amor de Dios. Es elevación del ánimo y tendencia hacia arriba, hacia lo positivo y mejor.
Por ella el hombre «sale de sí» hacia lo que es más para acoger plenamente la salvación (Mt 13, 44). Es la versión existencial de todo crecimiento («aumento») en la vida teologal; un signo de la verdadera salud, o de que el hombre experimenta y vive gozosamente el «acontecimiento» de sentirse amado y salvado. La alegría es el signo externo de la experiencia de la salvación.


San Ignacio concluye describiendo el resultado y la síntesis de toda la vivencia consolatoria. La paz, la quietud y el reposo son el efecto, totalizante del amor. La serenidad, el resultado más firme de ella.


2.- Algunos caracteres fundamentales de la consolación
Sus rasgos principales: viene de fuera; es un don ajeno del que el hombre no dispone. No da ideas. Fundamentalmente consiste en la manifestación del amor, inmediato, que Dios siente por el hombre; le arrastra a éste irresistiblemente al amor de su Creador y Señor. «Afecta» a todo el ser y lo cambia. Es una vivencia, un lenguaje de amor, que se reconoce por «cómo se siente» el hombre. Crea la evidencia y seguridad de sentirse amado. Es sencillo y denso. Anonada. Crea silencio de todo otro lenguaje. Tiene una fuerte dinámica hacia arriba; todo tira hacia lo alto. Genera la libertad de todo otro amor. Todo el ser se hace transparente y unificado en su intencionalidad. El hombre queda «suelto, humilde, alegre y llevado»; sumido en el amor de quien se siente en paz y serenidad, amado y en las manos de Dios. Queda grabado en el ser y permanece y dura en el tiempo. El hombre ya no lo podrá olvidar jamás. Es la entrega del mismo Dios en el Espíritu.


3.- La desolación: “lo contrario de hallarse inflamado por el amor de Dios”.
Dios se aleja del campo de la experiencia. Y esta pérdida tiene unas repercusiones inmediatas en todo el ser. Precisamente por ello, San Ignacio formula el lenguaje de Dios (en este caso su silencio) en aquellas categorías que son el reflejo de la pérdida real o aparente de la comunión, «como separada de su Criador y Señor». El hombre que ha perdido la gozosa experiencia del amor de su Creador, se experimenta a sí mismo en radical contradicción con la inclinación más profunda de su naturaleza, llamada a la luz de la vida por la comunión.


La inclinación a lo bajo y su significado:
La «moción a cosas bajas y terrenas» apunta decididamente a un movimiento hacia lo bajo, que trata de establecer una relación del hombre a las cosas sin la dependencia de Dios. Si en el tiempo de la consolación el hombre no podía amar ninguna cosa criada sobre el haz de la tierra sino movido por el amor a su Creador [316], en el tiempo de la desolación esa relación positiva a todo lo creado tiende a quebrarse. Asistimos, a la pérdida de la integridad primera. Por esta razón la inclinación a las cosas bajas y terrenas no debe ser entendida simplemente ni como una mera apetencia de cosas sensibles, ni como una sublevación de la parte sensible contra la espiritual, sino como la tendencia a establecer una relación desordenada en relación con uno mismo y con todo lo creado, prescindiendo de Dios. En este sentido, hemos de aceptar que la soberbia, el engreimiento y el egoísmo espiritual, a pesar de ser por su misma estructura inclinaciones sutiles y refinadas propias del espíritu, son tendencias carnales que nacen también de la desolación.


El otro síntoma que aparece es la desconfianza, junto con el debilitamiento de la fe, la esperanza y el amor. La “noche de la fe” define teológicamente lo que aparentemente le ocurre cuando Dios se aleja de él. Si el amor y la gracia de la amistad de Dios son la luz, la libertad y la vida del hombre, su ausencia le conduce en la oscuridad de la noche total en que queda encerrado, en el sinsentido de su finitud. Sobreviene entonces la crisis de la fe y del sentido de la existencia: saberse amado por Alguien que se halla presente y cercano. Se resquebraja la fe en cuanto adhesión fundamental a Dios y seguridad primera que da sentido a la vida. El hombre llega entonces incluso a dudar de la existencia de Dios. Y a partir de tal experiencia se acentúa la dificultad de amar desinteresadamente al prójimo por el abandono de Dios. Se quiebran en su misma raíz la fe, la esperanza y el amor.


Lo opuesto de la alegría, del crecimiento y la superación es precisamente la pereza, la tibieza y la tristeza. El compendio de los síntomas de quien se ve privado de Dios y su función disgregadora: ¡Para nada vale ya seguir adelante! Por el mismo precio, mejor hacer mudanza, huir de esta confusión y cambiar.


4.- Lo que se deriva de la consolación y lo que sale de la desolación
Los pensamientos carnales pueden sobrevenir a raíz tanto de la consolación como de la desolación. Si bien es verdad que priman mucho más después de esta última. Porque es carnal toda confianza en uno mismo, que no atribuya sólo a Dios el bien y pretenda otorgarse a sí mismo la salvación.


En este sentido la carta a Teresa Rejadell ilumina como ningún otro documento acerca del contenido de los consejos y pensamientos que, a juicio de san Ignacio, más daño pueden causar. Atañen fundamentalmente a la confianza en uno mismo y a la desconfianza de Dios, desglosada en cuatro aspectos:

  1. Son pensamientos que a veces sugieren desviarse del camino emprendido o la vuelta atrás, mediante la tristeza, poniendo todos los inconvenientes posibles para
    avanzar;
  2. Inducen a pensar que Dios le tiene a uno olvidado y que se halla irremisiblemente
    apartado de él;
  3. Reducen en la práctica a la nada el valor de las propias obras y la colaboración
    de la libertad con la gracia en el proceso de la salvación.
  4. Y le encierran al hombre en el estrecho círculo de su yo, haciendo que mire en
    demasía en sus fuerzas y flaquezas, induciéndole de este modo al desencanto y a la
    desilusión.
    Y esto «sale», es decir, puede ser la prolongación que el egoísmo humano fomenta la raíz de los sentimientos que brotan de la vivencia anterior, pero que no se identifican
    necesariamente con ella. Porque el fenómeno de la tentación consiste según San Ignacio
    en la manipulación del impulso que aflora de la consolación y de la desolación, cuando
    el hombre confía en sí mismo y desconfía de Dios. Ésta es a sus ojos la única tentación,
    que se opone frontalmente a la verdadera humildad y al abandono en Dios en que acontece
    la salvación. Y esta lección la debe aprender con toda exactitud del hombre de 1ª semana
    que se siente perdonado y amado en su condición de pecador.

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Discernir para decidir, qué significa.

El don espiritual del LIDERAZGO católico.

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